jueves, 3 de mayo de 2012

Ulises, el astuto




Juntó coraje y se dispuso a entrar. Después de veinte años fuera de casa, debía hacerlo con gran cautela. Pero él ya había tomado sus precauciones: el cuerpo marcado con falsas heridas, el escudo y el yelmo abollados intencionalmente, la espada teñida de rojo.
Entró en puntas de pie, esquivando incontables agujas y tejidos que poblaban cada rincón de la habitación. Astro, el perro, de tan viejo ni ladró. Mejor así: Ulises había planeado acostarse en silencio y arreglar las cosas recién por la mañana, con más tranquilidad. Pero Penélope se le adelantó:
—Apareciste… Era hora —le dijo apretando los dientes.
—Es que me pasó de todo, el mar estaba imposible: tormentas, cíclopes, sirenas, dioses vengativos…
—¿Y Circe? ¿Eh? —preguntó ella con sonrisa maligna—. Esa bruja…
—¡Sí, una bruja! —improvisó él—. Prepara manjares con veneno para que los viajeros…
—¡Basta, Ulises! Me hartan tus historias.
—¿Anduviste tejiendo?
—En algo hay que ocupar el tiempo...
Un clamor lo sobresaltó: enterado de la noticia, el pueblo de Itaca se congregaba para homenajearlo. Perfecto, pensó Ulises, estoy salvado. Se asomó a la ventana y comprobó que, en su ausencia, casi nada había cambiado. Sólo que, ahora, todos los varones de la isla usaban ropa tejida a mano.

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