La
felicidad está hecha de pequeñas cosas, gestos efímeros, niños jugando en el
parque. Una verdad simple y llana que salta a la vista. Como la tierna mano de
la muchacha que acaricia su vientre, los ojos del joven que la miran
presintiendo otras caricias, la respiración aliviada de la señora que va
charlando con su perrito, los respingos del animal y el hocico extendido tras
la verde promesa. Un domingo de sol en el parque, sobre todo en otoño, es algo
perfecto.
Los
chiquilines alborotan a los pájaros, corren en zigzag, se tocan y se escapan,
saltan sobre el hombre que descansa en el pasto y siguen de largo como si tal
cosa. La abuela sonríe en la reposera, aferrada a las certezas de la sombra y
el mate. Ella los mira sin verlos porque sus felicidades no requieren más
certezas. No presta tampoco atención al hombre sobre el que los niños han
saltado, ni al bolso de cuero en el que apoya desmañadamente su cabeza. El
guardián sí lo ha visto, pero opta por un silencio profesional, embriagado por
sordos relatos futboleros, convencido de que la tarde cobija por igual a los
que pelean por el turno en las hamacas, a los padres que observan a otras
madres con modesta lascivia, a los hipertensos que cumplen sus rutinas de
caminatas circulares, a los solitarios que cierran los ojos sobre el pasto,
bajo el sol del otoño. La señora del perrito piensa apenas que el bolso de
cuero marrón no encaja con esos pantalones desflecados, los zapatos sucios, el
pelo enmarañado de mugres varias.
El
sector más animado es el de los juegos, que rebasa de saltos y carcajadas. El
vendedor de garrapiñadas se mordisquea los bigotes, satisfecho con la algarabía
de golosos frente al puesto. Por los senderos se entrecruzan autitos y
bicicletas de alquiler, y en el claro se desató un picadito: abuelos en
jogging, niños que corren sin destino, padres con ínfulas de triunfo y hasta
alguna nena a la espera de patear. Hay un gol, y los más pequeños corren entre
festejos ampulosos, esquivando bicicletas y caminadores. La pelota ha ido a
rebotar con violencia en el vientre del hombre del bolso, que permanece
inmutable, sin protestas ni enojos. Mientras, el joven se lanza a besar a la
muchacha y le acaricia el vientre sin pudores.
Cerca
de la esquina, sólo un círculo perfecto de apenas unos metros permanece
desierto, como demarcado por alguna invisible negativa. Justo en su centro
aquel hombre descansa, la cabeza inerte sobre el bolso, indiferente al mar de
vida que lo rodea. Tampoco se mueve cuando el perrito se llega a su lado. Ni
pestañea cuando le orina de lleno en la cara. Se diría que ni respira. Ni
siquiera lo hace horas después, con el rostro pálido bañado por el manso
atardecer, en la dulce modorra del domingo, mientras el parque empieza a
quedarse vacío, silencioso, inmóvil.
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