martes, 15 de mayo de 2012

La vida es un domingo de sol





La felicidad está hecha de pequeñas cosas, gestos efímeros, niños jugando en el parque. Una verdad simple y llana que salta a la vista. Como la tierna mano de la muchacha que acaricia su vientre, los ojos del joven que la miran presintiendo otras caricias, la respiración aliviada de la señora que va charlando con su perrito, los respingos del animal y el hocico extendido tras la verde promesa. Un domingo de sol en el parque, sobre todo en otoño, es algo perfecto.

Los chiquilines alborotan a los pájaros, corren en zigzag, se tocan y se escapan, saltan sobre el hombre que descansa en el pasto y siguen de largo como si tal cosa. La abuela sonríe en la reposera, aferrada a las certezas de la sombra y el mate. Ella los mira sin verlos porque sus felicidades no requieren más certezas. No presta tampoco atención al hombre sobre el que los niños han saltado, ni al bolso de cuero en el que apoya desmañadamente su cabeza. El guardián sí lo ha visto, pero opta por un silencio profesional, embriagado por sordos relatos futboleros, convencido de que la tarde cobija por igual a los que pelean por el turno en las hamacas, a los padres que observan a otras madres con modesta lascivia, a los hipertensos que cumplen sus rutinas de caminatas circulares, a los solitarios que cierran los ojos sobre el pasto, bajo el sol del otoño. La señora del perrito piensa apenas que el bolso de cuero marrón no encaja con esos pantalones desflecados, los zapatos sucios, el pelo enmarañado de mugres varias.

El sector más animado es el de los juegos, que rebasa de saltos y carcajadas. El vendedor de garrapiñadas se mordisquea los bigotes, satisfecho con la algarabía de golosos frente al puesto. Por los senderos se entrecruzan autitos y bicicletas de alquiler, y en el claro se desató un picadito: abuelos en jogging, niños que corren sin destino, padres con ínfulas de triunfo y hasta alguna nena a la espera de patear. Hay un gol, y los más pequeños corren entre festejos ampulosos, esquivando bicicletas y caminadores. La pelota ha ido a rebotar con violencia en el vientre del hombre del bolso, que permanece inmutable, sin protestas ni enojos. Mientras, el joven se lanza a besar a la muchacha y le acaricia el vientre sin pudores.

Cerca de la esquina, sólo un círculo perfecto de apenas unos metros permanece desierto, como demarcado por alguna invisible negativa. Justo en su centro aquel hombre descansa, la cabeza inerte sobre el bolso, indiferente al mar de vida que lo rodea. Tampoco se mueve cuando el perrito se llega a su lado. Ni pestañea cuando le orina de lleno en la cara. Se diría que ni respira. Ni siquiera lo hace horas después, con el rostro pálido bañado por el manso atardecer, en la dulce modorra del domingo, mientras el parque empieza a quedarse vacío, silencioso, inmóvil.


No hay comentarios:

Publicar un comentario