sábado, 26 de mayo de 2012

El rito de los últimos días

 
 
Justo al atardecer, la muchedumbre se fue congregando frente al acantilado, expandiéndose como una bruma lenta y perezosa. Desde lejos, aunque apenas si se oía la furia del mar, se los podía reconocer bien por sus brillantes túnicas rojas, su andar cansino pero seguro. Eran los miembros de la Nueva Iglesia de los Tiempos Finales, el culto más influyente y extendido en toda la historia del Mundo, desde el Año Cero hasta nuestros aciagos días. Qué amarga paradoja: la Humanidad logra por fin unificarse en su vida espiritual, justo cuando camina a paso vivo rumbo a su extinción.
El Megapastor del Condado inició la breve, habitual y conmovedora ceremonia, encaramándose sobre una roca y bramando a los cielos:
— ¿Quién es nuestro Señor, nuestra Guía, nuestro Salvador?
— ¡Jesús de Nazareth, el Coronado por la Muerte! —respondió, destemplado, el coro de los fieles, arremolinándose a su alrededor.
— ¿Y qué tentaciones le mostró el Amo de las Tinieblas a Nuestro Salvador?
Los fieles, en este punto, debían expresar con libertad sus convicciones más íntimas. El acantilado se agitó en un griterío eufórico. "Una mujer", contestó uno, y otros agregaron, a su turno: "una esposa", "hijos", "comida suculenta", "brebajes distorsionantes", "una fuerza descomunal", "el poder político", "riquezas mundanas", "viajes intra-estelares". Sobre el final del pasaje, hasta los más indecisos se expresaron: "las cosas sencillas de la vida" y "que todo sea un juego". Luego, todos callaron, y el Megapastor se dispuso en cuclillas y observó con calma a los ojos a unos y otros.
—¿Y qué dijo Nuestro Señor?
—¡Dijo que no, que no, que no!
—¿Y qué le ofreció el Dios de Todos los Cielos?
—¡Mil bendiciones!
—¿Las aceptó?
—¡No las aceptó!
El Megapastor se incorporó para la fase final del Rito, abrió los brazos en cruz y giró con exasperante lentitud hasta clavar sus ojos en el horizonte. Las túnicas rojas se repartieron en partes iguales a su izquierda y a su derecha, en memoria de los ladrones que flanquearon la cruz en el Año 33, y se desplegaron en línea frente al acantilado en una coreografía mil veces ensayada, las telas  flameando, los brazos abiertos en rememoración del Martirio de todos los martirios. En ese punto, todos pronunciaron a coro las palabras definitivas:
—Señor Nuestro, tú eres el verdadero Dios, no hay poder más grande que el tuyo, nadie podría haberte vencido, ni ofendido, ni lastimado si tú no lo hubieras querido. Nadie pudo haberte matado si tú no lo hubieras aceptado, decidido, planificado, deseado. Hágase tu voluntad.
El Rito de la Coronación de la Muerte terminó, una vez más, con la
fugacidad de una ráfaga inesperada de frío viento marino: los fieles se arrojaron desde la altura, los brazos en cruz, las túnicas rojas revoloteando en el aire brumoso del atardecer, la sonrisa franca, la mirada serena posada en las piedras de la orilla y en la espuma de las olas eternas.

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