sábado, 12 de mayo de 2012

Ventanas

 

                                                
“Ése hombre,
que ha filmado el miedo mejor que nadie, 
es a su vez un miedoso.”

                                                (Francois Truffaut: “El cine según Hitchcock”)


Enfrente de mi casa hay un hombre que me mira. El tipo no deja de mirarme, sentado inmóvil frente a su ventana. Se diría que, desde hace por lo menos una semana, no hace otra cosa más que mirarme. Está allí todo el tiempo, día y noche, imperturbable, tal vez postrado.
Claro que yo podría, sencillamente, cerrar las cortinas y olvidarme del mirón, pero la verdad es que no quiero darle el gusto. Al comienzo, preferí moverme en penumbras, como un delincuente. Hacer como que no lo veía, arrodillarme y gatear bajo el marco de la ventana cada vez que tenía que ir al baño o a la cocina. A mi mujer ni le hablé del tema, no valía la pena. ¿Para qué contarle? ¿Para aguantarme una vez más sus burlas, su media sonrisa de superioridad, su taconear prepotente rumbo a la puerta, su saludo displicente antes de salir? Así que me pasé todos estos días aparentando normalidad, pero sintiendo en la piel, como una herida, la insolencia de esa mirada.
Anoche me invadió una idea perturbadora: esta historia ya había sucedido, yo la había vivido. O tal vez la había oído, vaya a saber de boca de quién. ¿Pero dónde? No podía recordarlo. Tentando mi suerte, volví a fumar frente a la ventana como de costumbre, busqué los discos de mis conciertos preferidos y los escuché a todo volumen, traje los prismáticos y me dediqué a observarlo. El tipo parecía tener un yeso en el brazo. Tal vez, también uno en la pierna. Y no sólo me observaba, también me estaba fotografiando con una de esas cámaras profesionales. En un arrebato de coraje, de indignada estupidez, me bajé los pantalones y le mostré el culo. Pero él siguió allí toda la noche, la cámara firme entre las manos, tenaz en su afiebrada obsesión.  
¿Cómo era esa historia cuyas remembranzas batían oleadas de imágenes esquivas en mi mente? ¿Cómo terminaba? Busqué respuestas en los libros, en las computadoras, hasta en mi memoria, mientras rumiaba mis ganas de mirarlo con todos sus yesos y sus cámaras, de insultarlo. Para ser sincero, mis ganas de matarlo. A la hora de la cena, mi mujer salió desnuda del baño, se secó despacio frente a la ventana, se perfumó, se calzó su vestido rojo y se encaminó una vez más taconeando hacia la puerta, deslizando al pasar su media sonrisa. Y ahí fue que sucedió, en apenas un instante que pareció disolver el tiempo en el aire. El nombre de la película no pude recordarlo, pero sí la trama de todo lo que iba a suceder de allí en más, hasta el inevitable final. Y, en la medida de mis posibilidades, decidí superponer la historia que tenía entre manos con la que el recuerdo, implacable, ahora me devolvía, oscuramente consciente de que no había otra salida.

Ha llegado el momento: ahora me toca actuar a mí, es necesario que suceda lo que debe suceder. Ya entregado a mi destino, corro adelantándome a los taconeos desdeñosos, cierro la puerta con llave, vuelvo a subir la música para que él no tenga forma de escuchar los gritos, busco la cuchilla en la cocina y la pala en el desván. Comienza entonces mi escena más notable, esa en la que por fin tomo la cuchilla con mano firme, avanzo amenazante hasta arrinconar a mi mujer contra la pared del dormitorio, y todo lo demás que ya se sabe, sustrayendo de todas las miradas eso que ellas, precisamente, más ferozmente anhelan.
Como el otro debe permanecer aún allá enfrente, su estúpida mirada clavada en mí, me armo de paciencia. Ya se irá a dormir, solo necesito un poco de tiempo para salir al jardín y enterrar el cadáver junto al cantero donde, tarde o temprano, algún indiscreto perro del vecindario habrá finalmente de encontrarlo.

 

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