“Ése hombre,
que ha filmado el miedo mejor que nadie,
es a su vez un miedoso.”
(Francois Truffaut: “El cine según
Hitchcock”)
Enfrente de mi casa hay
un hombre que me mira. El tipo no deja de mirarme, sentado inmóvil frente a su
ventana. Se diría que, desde hace por lo menos una semana, no hace otra cosa más que mirarme.
Está allí todo el tiempo, día y noche, imperturbable, tal vez postrado.
Claro que yo
podría, sencillamente, cerrar las cortinas y olvidarme del mirón, pero la
verdad es que no quiero darle el gusto. Al comienzo, preferí moverme en penumbras, como un delincuente.
Hacer como que no lo veía, arrodillarme y gatear bajo el marco de la ventana
cada vez que tenía que ir al baño o a la cocina. A mi mujer ni le hablé del tema,
no valía la pena. ¿Para qué contarle? ¿Para aguantarme una vez más sus burlas,
su media sonrisa de superioridad, su taconear prepotente rumbo a la puerta, su
saludo displicente antes de salir? Así que me pasé todos estos días aparentando
normalidad, pero sintiendo en la piel, como una herida, la insolencia de esa
mirada.
Anoche
me invadió una idea perturbadora: esta historia ya había sucedido, yo la había
vivido. O tal vez la había oído, vaya a saber de boca de quién. ¿Pero dónde? No
podía recordarlo. Tentando mi suerte, volví a fumar frente a la ventana como de
costumbre, busqué los discos de mis conciertos preferidos y los escuché a todo
volumen, traje los prismáticos y me dediqué a observarlo. El tipo parecía tener
un yeso en el brazo. Tal vez, también uno en la pierna. Y no sólo me observaba,
también me estaba fotografiando con una de esas cámaras profesionales. En un
arrebato de coraje, de indignada estupidez, me bajé los pantalones y le mostré
el culo. Pero él siguió allí toda la noche, la cámara firme entre las manos,
tenaz en su afiebrada obsesión.
¿Cómo era esa
historia cuyas remembranzas batían oleadas de imágenes esquivas en mi mente?
¿Cómo terminaba? Busqué respuestas en los libros, en las computadoras, hasta en
mi memoria, mientras rumiaba mis ganas de mirarlo con todos sus yesos y sus
cámaras, de insultarlo. Para ser sincero, mis ganas de matarlo. A la hora de la
cena, mi mujer salió desnuda del baño, se secó despacio frente a la ventana, se
perfumó, se calzó su vestido rojo y se encaminó una vez más taconeando hacia la
puerta, deslizando al pasar su media sonrisa. Y ahí fue que sucedió, en apenas
un instante que pareció disolver el tiempo en el aire. El nombre de la película
no pude recordarlo, pero sí la trama de todo lo que iba a suceder de allí en
más, hasta el inevitable final. Y, en la medida de mis posibilidades, decidí
superponer la historia que tenía entre manos con la que el recuerdo,
implacable, ahora me devolvía, oscuramente consciente de que no había otra
salida.
Ha llegado el
momento: ahora me toca actuar a mí, es necesario que suceda lo que debe
suceder. Ya entregado a mi destino, corro adelantándome a los taconeos
desdeñosos, cierro la puerta con llave, vuelvo a subir la música para que él no
tenga forma de escuchar los gritos, busco la cuchilla en la cocina y la pala en
el desván. Comienza entonces mi escena más notable, esa en la que por fin tomo la cuchilla
con mano firme, avanzo amenazante hasta arrinconar a mi mujer contra la pared
del dormitorio, y todo lo demás que ya se sabe, sustrayendo de todas las
miradas eso que ellas, precisamente, más ferozmente anhelan.
Como el otro
debe permanecer aún allá enfrente, su estúpida mirada clavada en mí, me armo de
paciencia. Ya se irá a dormir, solo necesito un poco de tiempo para salir al
jardín y enterrar el cadáver junto al cantero donde, tarde o temprano, algún
indiscreto perro del vecindario habrá finalmente de encontrarlo.
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