jueves, 24 de mayo de 2012

El caos


 

—Recomendamos no dirigirse al centro. Las autovías se encuentran bloqueadas. Las salidas laterales registran accidentes en cantidad crítica, los niveles aéreos están completamente saturados —recitó el cronista, con tono profesional. El camarógrafo, en un gesto mecánico, giró sobre sí mismo hasta donde se lo permitía el asiento ergonómico, estiró los brazos con ademán fluido y ubicó la cámara hacia abajo, deslizándola suavemente en el soporte robotizado. Recién entonces los dos hombres se permitieron un respiro, relajados en los asientos, sin dirigirse siquiera una mirada el uno al otro. Los monitores dejaban ver las imágenes aéreas que, a esta hora, estarían replicándose en cada pantalla de la región. Las remanidas imágenes de cada día. El caos en la ciudad.  
            —Demasiado formal —susurró el camarógrafo con voz lejana—, antes le solía poner emoción. Sentido dramático. Como le gusta a la gente.
            —¿Emoción? ¿Cuál emoción? Si esto ya no es noticia para nadie —respondió el cronista, distrayéndose en las (para él) incomprensibles luces y controles del tablero—. Ya veremos. Ya veremos en la próxima salida al aire... 
            La voz del cyber-piloto resonó en la cabina, anunciando un nuevo cambio de posicionamiento. La nave se deslizó hacia la izquierda, luego súbitamente hacia arriba y, por fin, corrigió descendiendo un par de grados. Ahora, los dos se miraron. Era el tercer movimiento no programado desde el inicio de la transmisión. El cronista fijó la vista en los controles y tragó saliva. El otro corrigió suavemente la ubicación de la cámara, hacia un lado y el otro, pero enseguida volvió a reclinarse en el asiento, con gesto amargo.
            —Qué porquería de imagen —deslizó el cronista, con inocultable rencor en la voz—. No se ve nada.
 —Se ve lo que hay. Un caos. ¿No era eso lo que estaba diciendo usted?
—Bueno, muestre el caos entonces. Hay millones de personas mirando las pantallas ahí abajo. ¿Qué es eso que se ve? No es nada.    
El camarógrafo lo observó de reojo, a punto de estallar, pero contuvo el insulto, cerrando los ojos con fuerza y respirando hondo. El monitor mostraba, en efecto, imágenes confusas y desconcertantes: fragmentos de naves superpuestas, borrosas, detenidas en la ubicación que el sistema de tránsito les había asignado, luces titilantes, fragmentos de metal en fuga, vapores reverberantes. En su conjunto, el plano evocaba ciertas pinturas abstractas de la era antigua, líneas que no llegaban a ser figuras, colores entremezclados, rasgos sin sentido.
—¿Arriba cómo está?
Con notorio desgano, el camarógrafo estiró el brazo y dirigió la cámara bruscamente hacia arriba. Después de pasar por un barrido aceptable, la pantalla mostró una imagen distinta a la anterior, pero igualmente confusa.
—Es el caos, pero visto desde abajo —concluyó entre risotadas.
Sin dirigirle la mirada, el cronista oprimió el botón de comunicación con la base, en busca de instrucciones, pero sólo obtuvo por respuesta un espeso silencio.
—Nada —dijo para sí mismo.
—¿Nada? ¿No hay comunicación interna? Eso sí que es “caos”.
Furioso, el cronista habilitó el micrófono satelital y reinició su relato. A él si lo escucharían. Toda la región lo escuchaba, cada día. 
—¡Siga informándose con nosotros, siempre más cerca y más claro con todo lo que usted necesita saber! Hoy, con un caos nunca antes visto en la ciudad. Los niveles aéreos han colapsado. Al parecer, todas las naves se encuentran bloqueadas, los conductores no pueden ocultar su angustia, podemos verlo desde nuestra escotilla lateral. Hemos recibido también reportes de pasajeros con crisis de conducta, y hasta algunos incidentes violentos en las naves colectivas —tras una estudiada pausa, habilitó la música incidental de máxima intensidad y se lanzó al remate, agravando la voz—. Y la central de tránsito, como de costumbre, completamente inoperante. ¡Una vergüenza pública!
El camarógrafo se sacudía en el asiento con los ojos cerrados, remedando en tren de burla los movimientos expresivos de su colega. Lo mataría, pensó el cronista, aún sabiendo que cualquier movimiento brusco de su parte dispararía de inmediato las alarmas de control de conflictos.
—¡Cámara! —ordenó con voz seca.
Sin dejar de payasear, el otro retiró la cámara del sostén externo y la ubicó en el de enfoque interior. De inmediato, en las pantallas apareció el rostro trémulo y enrojecido del cronista, los labios nerviosos, los ojos duros, todo en primer plano tradicional. Tragó saliva y se lanzó, decidido, con el párrafo final:
—Estamos viviendo momentos dramáticos, aquí resulta ya imposible ver algo con claridad, ustedes podrán apreciar en su pantalla cómo las líneas se desdibujan, se insinúan algunas formas pero enseguida se transforman en otras, que tampoco llegan a concretarse. Oigan. Oigan cómo los sonidos de las naves se entremezclan con las lejanas sirenas de las patrullas. También pueden escucharse crujidos metálicos, alaridos apagados, explosiones mudas. El caos es total. Puede olerse en el aire viciado de cada nave la angustia de la expansión final, el terror de imponentes colisiones de masas, el capricho de planetas que olvidan de repente sus órbitas. Es la materia que se devora a sí misma. Es el fin, estimados espectadores —suspira, el rostro empapado de sudor, la mirada perdida en la escotilla lateral —. Ya no puedo comprender lo que estoy viviendo.
Riendo como un poseído, el camarógrafo se entretiene enfocando y desenfocando la imagen de su colega, rítmicamente. Una vez más, la voz del cyber-piloto resuena en la cabina, anticipando un nuevo cambio de posición: la nave se corre hacia atrás, luego a la derecha, finalmente unos grados hacia arriba. Al estabilizarse la posición, el camarógrafo cree detectar un detalle importante en el rostro de su colega, más precisamente en su ojo derecho, y hacia allí lleva el zoom con ademán seguro. En los monitores puede verse, ahora, la pupila verde grisácea que se diluye en una oleada envolvente, un estallido iridiscente, un ondular hipnótico, un degradé infinito.  La imagen del caos, por fin.


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