La
quería tanto, pero tanto y tanto, que un día no aguanté más y se lo dije:
—Te quiero —le dije.
—Te quiero —le dije.
—Ah,
muy bien.
—¿Cómo
que “muy bien”?
—Sí,
muy bien —repitió ella, y se fue a la mesada a picar cebolla.
Me quedé
mirándola con los ojos encendidos y la ternura a flor de piel. Ella picaba la
cebolla bien chiquita. Emocionado, me acerqué por detrás, la abracé, respiré hondo.
Las lágrimas brotaron de mis ojos.
—Te quiero— le
dije con voz entrecortada.
—Sí,
ya sé —contestó.
Puso aceite en la sartén, volcó las cebollas picadas y las
revolvió suave y rítmicamente con la cuchara de madera. Yo le mordí el cuello y
le susurré al oído, con voz afiebrada:
—Te
quiero, te quiero, te quiero…
Ella
se desprendió de mí, me dio un golpecito en la frente con el cucharón y caminó
hasta la heladera. Sacó la carne, los morrones, la albahaca, y volvió a
la mesada. Cuando pasó a mi lado, los aromas me embriagaron, evocaron en
mi cuerpo exóticas caricias, placeres sutiles. Desesperado de amor, me colgué
de su cuello y me dejé llevar a la rastra como se aferra un animal hambriento a
su presa.
Al llegar junto a la mesada, el
universo estalló, la tierra tembló bajo mis pies, una oleada intensa de pasión
me explotó en las venas. El tiempo desapareció por un instante y todo mi amor
se derramó en sus ropas. Ella dio un paso atrás y siguió revolviendo la sartén.
Exhausto, me dejé caer en la silla.
Me sentía hambriento y feliz.
Una verdad...
ResponderEliminarY también el aceptar al otro tal cual es, aunque ella te queme la comida, siempre, siempre.
Me gustó leerte.
Un abrazo.