jueves, 10 de mayo de 2012

Sentimental




La quería tanto, pero tanto y tanto, que un día no aguanté más y se lo dije:
       —Te quiero —le dije.
—Ah, muy bien.
—¿Cómo que “muy bien”?
—Sí, muy bien —repitió ella, y se fue a la mesada a picar cebolla.
Me quedé mirándola con los ojos encendidos y la ternura a flor de piel. Ella picaba la cebolla bien chiquita. Emocionado, me acerqué por detrás, la abracé, respiré hondo. Las lágrimas brotaron de mis ojos.
—Te quiero— le dije con voz entrecortada.
—Sí, ya sé —contestó. 
Puso aceite en la sartén, volcó las cebollas picadas y las revolvió suave y rítmicamente con la cuchara de madera. Yo le mordí el cuello y le susurré al oído, con voz afiebrada:
—Te quiero, te quiero, te quiero…
Ella se desprendió de mí, me dio un golpecito en la frente con el cucharón y caminó hasta la heladera. Sacó la carne, los morrones, la albahaca, y volvió a la mesada. Cuando pasó a mi lado, los aromas me embriagaron, evocaron en mi cuerpo exóticas caricias, placeres sutiles. Desesperado de amor, me colgué de su cuello y me dejé llevar a la rastra como se aferra un animal hambriento a su presa.
     Al llegar junto a la mesada, el universo estalló, la tierra tembló bajo mis pies, una oleada intensa de pasión me explotó en las venas. El tiempo desapareció por un instante y todo mi amor se derramó en sus ropas. Ella dio un paso atrás y siguió revolviendo la sartén.
Exhausto, me dejé caer en la silla.
Me sentía hambriento y feliz.


1 comentario:

  1. Una verdad...
    Y también el aceptar al otro tal cual es, aunque ella te queme la comida, siempre, siempre.
    Me gustó leerte.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar