sábado, 6 de julio de 2013

El otro mundo


Hay un sitio que suelo frecuentar. Es mi casa, pero no es mi casa. Podría decirse que es algo así como el “doble” de un departamento en el que yo viví, hace unos años. Voy a tratar de explicarlo: está en el mismo edificio pero más allá, bastante más allá. Si yo estuviera en el departamento en que una vez viví (y nunca estoy en ese lugar) tendría que caminar bastante para llegar a éste otro en el que sí aparezco seguido. Atravesar esos pasillos amarillentos, mal revocados. Bajar las escaleras y cruzar al otro cuerpo del edificio, y después al otro, y al siguiente (siempre hay bastantes más cuerpos que los que tendría que haber en realidad). El edificio es el mismo que es, pero infinitamente más grande, e incluso hay un par de negocios que nunca estuvieron ahí, y una desierta avenida nocturna que debo haber conocido en otra parte.
El departamento casi no tiene muebles y yo estoy ahí esperando, no se sabe qué. O me escondo de algo. Hay un colchón con unas mantas sucias, y ahí estoy yo, en silencio. Los vecinos no me conocen. Me saludan pero no me conocen, porque saben que ese departamento está desocupado. Una vez había un ascensor y quise bajar en él pero se quedó atascado, y entonces llegué a la planta baja por la escalera, como siempre.
A veces salgo a caminar por los pasillos y por los patios exteriores. En algún momento comprendo que me encuentro cerca del que hace unos años fue mi departamento, por esa zona los vecinos me conocen. Después me voy un par de cuadras para el lado del parque. Generalmente está nublado, pero al llegar al parque siempre es de noche.
Hay también otros sitios en los que suelo estar. Como la casa en la que veraneaba en la playa con mi familia, cuando era niño. La casa está en construcción y siempre tengo que ayudar en algún trabajo, así que nunca llego a ver el mar. Otras veces estoy en una habitación anónima, que lo único que tiene es un placard que de ninguna manera debo abrir. O en la quinta en la que mi abuelo plantaba tomates y habas. En esos casos, siempre está presente mi abuelo, dándole de comer a las gallinas. Precisamente, me han dicho que yo tengo que matar una gallina ese día, pero tiemblo de solo pensarlo. Otro lugar que frecuento es la terminal de una línea de colectivos, donde espero largamente que alguien me explique qué recorrido debo hacer, en mi primer día de trabajo como chofer.

Está claro que, cotidianamente, con la salida del sol, me veo obligado a abandonar estos sitios y pasar al otro mundo, donde las actividades son casi siempre las mismas: cepillarme los dientes, llevar los chicos a la escuela, desayunar apurado, meterme en el subte repleto de gente para llegar a tiempo a la oficina. Ese tipo de cosas. Lo peor siempre son las mañanas, porque tengo que sacudirme de encima las voces y las sombras que se han venido conmigo. A lo largo del día, también, es mi obligación alimentar mi cuerpo, mis ojos y mi piel para hacer posible el regreso nocturno. 

miércoles, 27 de marzo de 2013

El archivista


La tendencia al orden era una inclinación que le venía de lejos. Desde muy niño, las clasificaciones le fascinaban. Así fue que dedicó largas horas a la confección de listados y esquemas, de esos que pretenden agotar las posibilidades combinatorias de cada fenómeno o situación. Mientras los chicos de su edad pasaban las tardes pateando una pelota o trepándose a los árboles, él jugaba a los inventarios. Calladito en un rincón, redactaba prolijas listas en las que con paciencia enumeraba, ordenaba y jerarquizaba las tazas de la cocina, los remedios, los corchos, tapitas, calzoncillos, medias y camisetas. Y también, por supuesto, los libros de la biblioteca.

Con los años, su inquietud compulsiva por la notación y el ordenamiento no disminuyó. A lo sumo, se fue diversificando. A medida que las hormonas le alborotaban la sangre, la curiosidad lo llevó a preguntarse por los extraños cambios que se operaban en su cuerpo. Abrió entonces un registro de las propias sensaciones, percepciones, cambios corporales y fantasías eróticas. Poco después pasó a redactar listados de amantes imaginarias y de posiciones sexuales, extraídas todas de sus propias experiencias masturbatorias. Como le resultaba difícil conseguir publicaciones que aportaran más datos sobre el asunto, se empezó a aburrir de estos devaneos y tomó la valiente decisión de buscarse una novia de verdad.

Así fue que, para el día en que cumplió veinte años, el bibliorato etiquetado con el rótulo Novias contaba ya con la inscripción de ciento treinta y cuatro ejemplares. El mismo día cerró ese libro. Después de releer, a vuelo de pájaro, algunos indicadores de las categorías pacientemente consignadas (preferencias, especialidades, tamaño del busto, perversiones, tipos de caricias, color de ojos, olores, etc.) cerró el bibliorato, lo ató con un cordel y lo fue a guardar en los estantes de la sala, junto a los archivos anteriores. Algo había cambiado. Los años, quizás. La madurez. El momento de sentar cabeza había llegado.

En los siguientes años el hombre se abocó, básicamente, a casarse y tener hijos. Y abrió, claro, nuevos libros de archivo en cuyas hojas iba completando, con cuidado de coleccionista, los datos significativos de sus dieciocho esposas sucesivas. Y de los treinta y siete hijos que terminó engendrando. En esos libracos asentaba cada similitud o diferencia en la confrontación de madres e hijos con las vicisitudes de la vida cotidiana. Tan monumental tarea se vio bruscamente interrumpida porque el hombre tuvo que a abandonar, de urgencia, su hogar constituido. Acuciado por las demandas de sus ex esposas, quienes le reclamaban cuotas alimentarias y otras deudas, el hombre huyó. Cargado con cajas y cajas de fichas, carpetas, libros contables y biblioratos se perdió en las brumas de la indiferencia que inundan los arrabales de cualquier ciudad.

Allí, mateando bajo un puente húmedo, en horas de cavilaciones que lo transfiguraron en una suerte de monje apóstata, se dio a la nostalgia y se hundió en profundidades místicas. Pero no abandonó sus costumbres: al final de cada día, invariablemente, sin apelar al papel ni a ninguna otra ayuda para la memoria, recordaba, interpretaba y ordenaba los distintos “momentos” que habían acontecido en esa mañana, esa tarde, esa noche. Momentos silenciosos, simples, insignificantes. Al día siguiente repetía la operación, y superponía luego los datos obtenidos con los del día anterior, y así hasta cumplir diez días, momento en el cual abría una clasificación comparada y genérica de la totalidad de los instantes percibidos. Esta tarea mental, rigurosa y áspera, perduró cierto tiempo pero finalmente se agotó por sí misma, de pura intrascendencia.

El hombre salió, entonces, de su ostracismo y regresó a la vida civil, con energías renovadas y una lucidez sorprendente. En cuestión de meses parecía otro: su economía no dejaba de mejorar. Ganó plata, se vistió en las mejores tiendas, compró propiedades, comió en restaurantes de lujo, acopió cada objeto que le resultaba al menos un poco interesante. Sin embargo, el mayor placer, para él, seguía estando en la dulce compulsión que lo llevaba a ordenar sus numerosos bienes en archivos digitales y bases de datos, más que en el deseo satisfecho de conseguir objetos y propiedades. Clasificó, entonces, la vida entera de hombres y mujeres que dependían de sus caprichos. Clasificó campos, ríos, montañas, glaciares que de algún modo le pertenecían. Y, cuando apenas si había comenzado con las fábricas y los edificios, una extraña enfermedad lo llevó directo a la sala de terapia intensiva del hospital más cercano. Una semana después el hombre falleció.

Los médicos no llegaron a diagnosticar los orígenes concretos de su súbito mal. La muerte del paciente los sorprendió discutiendo acerca de anemias, disfunciones medulares, intoxicaciones exóticas o fallas genéticas.

Ante semejante desconcierto, el archivista del hospital, un auxiliar joven y despreocupado, intentó en vano encontrar un sitio acorde para la historia clínica del paciente. Después de probar, sin mayor suerte, en el sector de “enfermedades raras”, con sus siete mil categorías, prefirió cortar por los sano y arrojó la carpeta por el hueco del incinerador.

Como nadie reclamó el cuerpo, nuestro hombre terminó en una fosa compartida, bajo la denominación “NN”. Una verdadera vergüenza.

lunes, 7 de enero de 2013

Direcciones


La Estación Central queda, como es natural, justo en el centro de la ciudad. Desde allí uno puede escoger el destino que quiera para sus viajes, si tiene la paciencia y la habilidad de encontrar el punto de embarque. Por ejemplo: puede tomar un tren hacia el sur, que sale ya cargado de mochileros, mantas araucanas y grandes cantidades de polvo del camino. O tomar un tren hacia el norte, repleto de indiecitas taciturnas, gallinas y coplas al viento.

Hay también servicios de lujo, como ese crucero que promete recorrer los mares del deseo y la alegría, a bordo de una ciudad flotante que repite calle a calle y beso a beso los designios de la ciudad de afuera.
O, para los más humildes, alquiler de bicicletas que se pagan sólo en caso de que el cliente encuentre un día la felicidad.
Para las que se enamoran de su prójimo, hay viajes iniciáticos que incluyen indignaciones, asombros y encuentros casuales con hermosos revolucionarios justo en medio del monte. Y para los que aman lo natural, sendas arboladas que llegan al otro extremo del planeta.

En las terrazas, miles de aviones parten hacia otros cielos, y se ofrecen naves del futuro para los viajeros de largo aliento. Allí pueden encontrarse los mejores bares, las mujeres más hermosas y los menjunjes más repugnantes.

En algún sitio de la Estación, que me parece que no es siempre el mismo pero que queda también para el lado de arriba, existe un servicio de viajes espirituales para quienes buscan elevarse y alivianarse en vida. Desde allí puede uno dejarse llevar hacia alturas inconcebibles, de la mano de los mejores poetas. Y hay además, por debajo del quinto subsuelo, un servicio para quienes prefieren dejarse hundir en los abismos más siniestros, de la mano de los mejores poetas.

Para los amantes de historias viajeras, existe una oficina de transbordos literarios, que une la Estación central con la estación veraniega, y de allí a la vera de la lengua, que alcanza la estancia en el centro de las ansias y la transita mas no la niega.

Los viajes interiores corren por cuenta de cada quien, siempre y cuando se esté en condiciones de encontrar los rumbos para entrarse y salirse.

El hall central está atiborrado de viajeros en busca de sus trasportes, de sus centros o tal vez de quien los ayude a tomar las decisiones correctas. No es para menos: se parte de allí en todas las direcciones, a la derecha y a la izquierda, al frente y al contra-frente, al futuro y la retaguardia, al heroísmo y la nostalgia. Hay quienes viajan en busca de amores perdidos, quienes lo hacen solo por moverse un poco, quienes no paran de viajar de destino en destino. La mayoría de los viajeros, a decir verdad, se demoran una eternidad en los laberintos de la terminal, paralizados por la infinitud de destinos que la misma ofrece.

Incluso, por lo que sé, hay un servicio que lleva directo a la muerte, en un viaje inmóvil, opaco y silencioso, aunque por razones de decoro nunca se anuncia su partida.