miércoles, 27 de marzo de 2013

El archivista


La tendencia al orden era una inclinación que le venía de lejos. Desde muy niño, las clasificaciones le fascinaban. Así fue que dedicó largas horas a la confección de listados y esquemas, de esos que pretenden agotar las posibilidades combinatorias de cada fenómeno o situación. Mientras los chicos de su edad pasaban las tardes pateando una pelota o trepándose a los árboles, él jugaba a los inventarios. Calladito en un rincón, redactaba prolijas listas en las que con paciencia enumeraba, ordenaba y jerarquizaba las tazas de la cocina, los remedios, los corchos, tapitas, calzoncillos, medias y camisetas. Y también, por supuesto, los libros de la biblioteca.

Con los años, su inquietud compulsiva por la notación y el ordenamiento no disminuyó. A lo sumo, se fue diversificando. A medida que las hormonas le alborotaban la sangre, la curiosidad lo llevó a preguntarse por los extraños cambios que se operaban en su cuerpo. Abrió entonces un registro de las propias sensaciones, percepciones, cambios corporales y fantasías eróticas. Poco después pasó a redactar listados de amantes imaginarias y de posiciones sexuales, extraídas todas de sus propias experiencias masturbatorias. Como le resultaba difícil conseguir publicaciones que aportaran más datos sobre el asunto, se empezó a aburrir de estos devaneos y tomó la valiente decisión de buscarse una novia de verdad.

Así fue que, para el día en que cumplió veinte años, el bibliorato etiquetado con el rótulo Novias contaba ya con la inscripción de ciento treinta y cuatro ejemplares. El mismo día cerró ese libro. Después de releer, a vuelo de pájaro, algunos indicadores de las categorías pacientemente consignadas (preferencias, especialidades, tamaño del busto, perversiones, tipos de caricias, color de ojos, olores, etc.) cerró el bibliorato, lo ató con un cordel y lo fue a guardar en los estantes de la sala, junto a los archivos anteriores. Algo había cambiado. Los años, quizás. La madurez. El momento de sentar cabeza había llegado.

En los siguientes años el hombre se abocó, básicamente, a casarse y tener hijos. Y abrió, claro, nuevos libros de archivo en cuyas hojas iba completando, con cuidado de coleccionista, los datos significativos de sus dieciocho esposas sucesivas. Y de los treinta y siete hijos que terminó engendrando. En esos libracos asentaba cada similitud o diferencia en la confrontación de madres e hijos con las vicisitudes de la vida cotidiana. Tan monumental tarea se vio bruscamente interrumpida porque el hombre tuvo que a abandonar, de urgencia, su hogar constituido. Acuciado por las demandas de sus ex esposas, quienes le reclamaban cuotas alimentarias y otras deudas, el hombre huyó. Cargado con cajas y cajas de fichas, carpetas, libros contables y biblioratos se perdió en las brumas de la indiferencia que inundan los arrabales de cualquier ciudad.

Allí, mateando bajo un puente húmedo, en horas de cavilaciones que lo transfiguraron en una suerte de monje apóstata, se dio a la nostalgia y se hundió en profundidades místicas. Pero no abandonó sus costumbres: al final de cada día, invariablemente, sin apelar al papel ni a ninguna otra ayuda para la memoria, recordaba, interpretaba y ordenaba los distintos “momentos” que habían acontecido en esa mañana, esa tarde, esa noche. Momentos silenciosos, simples, insignificantes. Al día siguiente repetía la operación, y superponía luego los datos obtenidos con los del día anterior, y así hasta cumplir diez días, momento en el cual abría una clasificación comparada y genérica de la totalidad de los instantes percibidos. Esta tarea mental, rigurosa y áspera, perduró cierto tiempo pero finalmente se agotó por sí misma, de pura intrascendencia.

El hombre salió, entonces, de su ostracismo y regresó a la vida civil, con energías renovadas y una lucidez sorprendente. En cuestión de meses parecía otro: su economía no dejaba de mejorar. Ganó plata, se vistió en las mejores tiendas, compró propiedades, comió en restaurantes de lujo, acopió cada objeto que le resultaba al menos un poco interesante. Sin embargo, el mayor placer, para él, seguía estando en la dulce compulsión que lo llevaba a ordenar sus numerosos bienes en archivos digitales y bases de datos, más que en el deseo satisfecho de conseguir objetos y propiedades. Clasificó, entonces, la vida entera de hombres y mujeres que dependían de sus caprichos. Clasificó campos, ríos, montañas, glaciares que de algún modo le pertenecían. Y, cuando apenas si había comenzado con las fábricas y los edificios, una extraña enfermedad lo llevó directo a la sala de terapia intensiva del hospital más cercano. Una semana después el hombre falleció.

Los médicos no llegaron a diagnosticar los orígenes concretos de su súbito mal. La muerte del paciente los sorprendió discutiendo acerca de anemias, disfunciones medulares, intoxicaciones exóticas o fallas genéticas.

Ante semejante desconcierto, el archivista del hospital, un auxiliar joven y despreocupado, intentó en vano encontrar un sitio acorde para la historia clínica del paciente. Después de probar, sin mayor suerte, en el sector de “enfermedades raras”, con sus siete mil categorías, prefirió cortar por los sano y arrojó la carpeta por el hueco del incinerador.

Como nadie reclamó el cuerpo, nuestro hombre terminó en una fosa compartida, bajo la denominación “NN”. Una verdadera vergüenza.

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