martes, 22 de mayo de 2012

Jugar con los amigos

Al principio solían juntarse los fines de semana.
Ahora, quién sabe desde cuándo estaban los cuatro ahí, hundidos en la penumbra sórdida, apenas visibles tras la luz tenue del monitor, ajenos a los reclamos del tiempo. Nicolás, el dueño de casa, había sido siempre el más apasionado. Sus padres, con la vana esperanza de que el muchacho llegara un día a ser alguien, le habían instalado ese ínfimo departamento justo al lado de la Universidad. Pero él ya no iba a las clases, y ni siquiera se asomaba por la ventana a curiosear los corrillos de alumnos que entraban y salían, aunque suponía que seguían estando allí. Las cartas de sus padres un día dejaron de llegar, y la verdad que Nicolás no las extrañaba.
Fue él quien arrastró a los amigos a esa vida, con entusiasmo obsesivo, casi como un predicador. Y ellos se dejaron seducir sin grandes resistencias por ese mundo inocente de placer, ese discurrir de puro juego. Nicolás solía mostrarles no sin orgullo sus dedos deformados en callos, testimonio de largos años dedicados a jugar sin contemplaciones. Un día, incluso, llegó a atarse con prolijidad un trozo de carne fría en su mano derecha, en busca de una concentración total, una entrega absoluta a la pantalla, sin vanas distracciones a la hora ineludible del hambre.
A diferencia de otros amigos, ellos preferían los juegos más antiguos, casi anacrónicos. Batistuta jugaba todavía en la Fiorentina y “Magic” Johnson era el mejor indiscutido de la NBA, de modo que ese mundo casi perfecto se sabía impregnado de un dulce sabor a nostalgia.
Cuando Nicolás consiguió por ahí, en un golpe de suerte, un adaptador para jugar los cuatro al mismo tiempo, ya no hubo necesidad de tener que bajar a la calle. El progreso servía para  evitar tantas digresiones molestas: las pizzas y cervezas las pedían ahora por teléfono, sin restarle atención al juego. Los desechos los tiraban por la ventana, cada tanto.
Como casi nunca se sacaban ventaja, los partidos se hacían cada vez más largos. Cuando todos hubieron ganado varios campeonatos completos se pusieron a organizar campeonatos de campeonatos, y hasta copas de ganadores de entre los ganadores. Mientras se preparaban para eventuales y deseadas batallas contra los japoneses, héroes míticos, invencibles campeones en la especialidad, los cuatro amigos eran apenas conscientes de su íntima transformación. El pasado se alejaba como una nebulosa de hechos inverosímiles, poblada de profesores aburridos, novias eventuales, empleos malogrados.
Había llegado el momento de lanzarse sin temores a la empresa más osada, al nivel más alto, a jugar sin límites. Estaba comenzando la megabatalla final, que incluía todos los juegos y todas las variantes. Y los cuatro se habían juramentado que esta vez, ahora sí, el juego nunca iba a terminar.
Amanecía ya, con una llovizna sucia, pero los amigos no miraban otra cosa que no fuera su propia sombra en la pantalla. De cualquier modo, ya nadie andaba por las calles en esa ciudad desierta, de ventanas eternamente palpitantes. Y lo que es peor: pronto tampoco saldrían los repartidores de pizza.

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