martes, 8 de mayo de 2012

Creencias

—¡Que levanten la mano los que creen en los platos voladores, no tenemos todo el día!— urgió el pequeñito.
La multitud de curiosos se agitó en un tenso silencio. Los ojos, lastimados por la intensa luz, pugnaban por mantenerse atentos. Las manos nerviosas se restregaban solas, el tiempo se demoraba como una espesa ola. De a poco, fueron apareciendo los primeros creyentes: un niño levantó su bracito trémulo, una mujer tullida exhaló una aprobación desgarradora, una familia completa se apresuró a decir que sí. La multitud les abrió paso, pero ellos no se movieron.
—Bueno, adelante entonces, pasen al interior y vayan acomodándose donde más les guste— dijo por fin el pequeñito, agitando graciosamente sus catorce brazos y babeando un zumo morado por los orificios laterales. Los creyentes, unos quince en total, ingresaron a la nave rodeados de miradas de fascinación, de envidia, de estupor, de sorpresa, de incredulidad. El pequeñito subió detrás sin dejar de agitar los brazos. Las compuertas se cerraron con un suave siseo y la nave se elevó en el cielo, se detuvo un instante sobre las cabezas de la multitud de incrédulos y desapareció por fin de la vista en un estampido de luz.
A lo largo de todo el viaje, cuya duración exacta nadie habrá podido calcular, los creyentes no se despegaron de las lunetas de observación. El universo, mudo y extraño espectáculo, se mostraba entero a sus ojos: planetas multicolores, formas inconcebibles, paletas astrales de colores nunca vistos, la hondura incomprensible del espacio vacío.
La nave se detuvo, en algún sitio. La compuerta se abrió, esta vez sin ruido alguno. El pequeñito salió al exterior y permaneció allí, frente a los ojos humanos, sereno, contundente, flotando en la espesa oscuridad, acariciado por miles de lucecitas parpadeantes.
—Ahora —dijo sin mover los brazos—, por favor levanten la mano los que creen en Dios.

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