El sol golpeaba esa tarde
con un resplandor feroz sobre el camino, el trigal, el sombrero de paja.
Vincent trepó el último repecho, ubicó de un golpe de vista el sitio preciso,
se secó la transpiración con la manga y se apuró a armar su caballete. Ni bien
terminó de hacerlo, el cuadro ya estaba pintado en su mente: el trigo era un mar ocre que ondulaba suave
pero nítido, el camino una serpentina verde en fuga hacia el horizonte y a la
vez hacia arriba, pleno de vida. El cielo azul, sin una nube, vibraba con
reverberaciones eléctricas que sólo él podía ver. Vincent se puso a trabajar
con la pasión de siempre.
Tiempo más tarde, con la obra ya delineada en la tela y
los colores deseados a punto de aparecer, un cuervo vino a posarse sobre el
caballete. Vincent lo observó, sin miedo, y siguió adelante. Algunas tenues nubes
estaban apareciendo sobre el horizonte y la luz no iba a durar mucho más. Esa
luz viva y destellante que había buscado toda su vida, y que por fin había
encontrado en Auvers. La única que le permitía ver las cosas tal como en
realidad eran. Y que lo colmaba de felicidad.
Pero otro cuervo se presentó frente al artista, y otro, y
otro más. En vano Vincent trató de espantarlos: primero con la mano manchada de
ocres, verdes y rojos pastel, después con insultos destemplados y patadas. No
hubo caso, los cuervos seguían allí, mirándolo como quien afirma lo imposible,
opacando la luz de la vida con sus graznidos mudos, sus certezas oscuras, sus
“nunca más”. Empañando el cuadro y la efímera felicidad del pintor.
Vincent
corrió a su habitación y, cuando regresó con la pistola en la mano decidida, un
torbellino de aleteos negros revoloteaba ya a su alrededor como una plaga
maligna, oscureciéndolo todo. Vincent no se preguntó de dónde venían tantos
pájaros, ni se asombró de que en pocos segundos parecieran cubrir el campo
entero con su espeluznante sinfonía de graznidos. Miró el horizonte y descubrió
con horror que dos gruesos nubarrones se dibujaban en medio de lo que sería su
cuadro, de lo que tenía que haber sido su cuadro.
El texto es tan bueno, que cuando los cuervos aletearon con violencia, pude sacudirme algunas plumas negras de mi rostro.
ResponderEliminarUn placer leerle.
Natacha.