viernes, 4 de mayo de 2012

Presente griego




—¿Y cómo será ella? ¿Qué creen ustedes? ¿Se la pueden imaginar a la tal Helena? —preguntó Andreas con voz sinuosa.
—Eso tendría que decirlo Ulises, él la conoce —susurró Vasilios prudentemente—. Yo, si quieres saberlo, me la imagino atravesada por mi espada. Es por su culpa que estamos en estas miserables tierras troyanas desde hace diez años. Por su culpa nos estamos asando en este ridículo caballo de madera.
—Yo me la imagino rubia, altanera, bien formada. Una hembra fantástica. Una yegua de los pies a la cabeza…
Ulises, que desde el amanecer dormitaba (o fingía hacerlo) junto a la puerta de acceso al carromato, abrió los ojos y rebuscó con la mirada en la penumbra cargada de sudores y vapores humanos. A su alrededor, los hombres más valiosos del ejército griego soportaban con estoicismo el penoso viaje, apiñados unos contra otros. Los guerreros se hundieron en un temeroso silencio, pero ya era tarde: Ulises lo había escuchado todo.
—A decir verdad, no es gran cosa esa Helena —dijo el jefe con tono cómplice—. Nada, pero de verdad nada al lado de mi bella Penélope.
El silencio, de a poco, se fue poblando de risotadas masculinas, carraspeos picarescos, palmadas fraternales. Estaban entre hombres, lo habían compartido casi todo, y podían entonces soltar la confianza y dejar fluir la camaradería de los soldados.
—A mi Irene —se animó Andreas— se le ponen las tetas duras cuando la beso. Como si le fueran a reventar.
El extraño carromato con forma de caballo se sacudió entre alaridos groseros y golpes de puño en las maderas, mientras recorría a paso de hombre las resecas planicies troyanas. Afuera, los esclavos se miraron con curiosidad, pero siguieron tirando de las sogas. Sus fuerzas parecían haberse renovado desde el momento en que empezaron a vislumbrarse, a lo lejos, las imponentes murallas de la ciudad de Troya.
—Y a mi Demetria —se envalentonó Vasilios— lo que más le gusta es que se la meta en la boca. Es la más puta entre todas las griegas…
—¿Saben lo que más le gusta a Penélope? —dijo Odiseo provocando un respetuoso silencio— Lo que de verdad la vuelve loca es que le mienta. Le digo que ya no la deseo, que está gorda, que buscaré una esclava más joven. Ella no me cree. O tal vez sí. Pero lo cierto es que se excita, se desespera, se rebaja. Viene a tirarse a mis pies y me ruega que la manosee, que la golpee si es eso lo que quiero, que la ultraje con su vestido de reina. Después, me saco la ropa y me estiro en la cama. Ella sabe que es el momento de honrarme, de frotar sus pezones contra mis muslos, de deslizar su lengua entre mis piernas, de bambolear su culo frente a mis ojos…
El relato del jefe se extendió como un bálsamo entre los bravos guerreros. Se diría que un tonificante elixir de Afrodita había ido descendiendo en el ambiente y reviviendo cuerpos y espíritus. Apenas si podían moverse allí dentro, pero a medida que el relato avanzaba la masa humana se fue poniendo en movimiento. Las puntas de los dedos rozaron espaldas, rodillas, axilas, glúteos. Retorciéndose como serpientes, los hombres se desnudaban, se deslizaban ungüentos por los pechos velludos, se frotaban unos a otros con creciente desparpajo. Luego, aprovechando la penumbra, algunos tomaron sus lanzas, humedecieron los cabos con las lenguas y comenzaron a introducirlas dentro del camarada más cercano. Otros, en tanto, se manoteaban y agitaban los miembros al azar.
El grupo de los hoplitas se reacomodó trabajosamente en el flanco izquierdo y, después de quitarse todos los atuendos y defensas menos los yelmos, se dispuso en apretada hilera, uno detrás del otro. Así se penetraron, marchando en el lugar, empujando cada uno al de adelante con energía guerrera y remedando entre alaridos formidables las formaciones militares aprendidas. Otros, menos audaces, se acurrucaban en los rincones a chuparse en un ovillo, o se ofrecían al camarada más cercano con gemidos lastimeros. Eso sí: nadie se animó a tocar al gran Ulises, lo admiraban demasiado. Sólo su ayudante personal, con una destreza largamente aprendida en tantas noches cargadas de presagios guerreros, lo masturbó lenta y respetuosamente.
En tanto, los esclavos (conocedores ya de las costumbres griegas pero ahora levemente inquietos por la situación), siguieron tirando y tirando del carromato hasta que lograron acceder a las puertas de la ciudad, atravesarlas entre hileras de soldados enemigos que los observaban expectantes, y depositar por fin el presente griego prometido en el centro de la plaza de armas, con un último envión. Allí permaneció el enorme caballo de madera, la genial idea del gran Ulises, esfuerzo de ingeniería y reflejo de siglos de cultura.
Los soldados troyanos, al principio con curiosidad y después arrastrados por una irrefrenable necesidad de conocer y comprender, se acercaron a la mole de madera, treparon por los flancos para escuchar mejor los gemidos, los jadeos, los alaridos que emitía la bestia. Se asomaron también por las rendijas para poder apreciar, sin vergüenzas, las convulsiones gozosas de sus entrañas, fascinados y extasiados ante un espectáculo que los perturbaba como un festín de los dioses. Así permanecieron un largo rato, hasta que el valiente Paris se abrió paso entre la multitud. Su voz se impuso como para que todos, dentro y fuera del caballo, pudieran oírlo:
—¡¡Astuto Ulises!! ¡En nombre del pueblo troyano quiero decirte que acepto el regalo que nos han traído! Te estaré eternamente agradecido por esta fabulosa muestra de cultura griega.
Al oír esto, los esclavos del ejército griego huyeron aterrorizados, perseguidos por alguno que otro bravo troyano. En Palacio, las mujeres troyanas se arremolinaban en torno de Helena, la palmeaban como hermanas, le besaban las mejillas con ternura. Por primera vez, estaban empezando a comprenderla.

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