Hay un sitio que suelo frecuentar. Es mi casa, pero no es mi casa. Podría decirse que es algo así como el “doble” de un departamento en el que yo viví, hace unos años. Voy a tratar de explicarlo: está en el mismo edificio pero más allá, bastante más allá. Si yo estuviera en el departamento en que una vez viví (y nunca estoy en ese lugar) tendría que caminar bastante para llegar a éste otro en el que sí aparezco seguido. Atravesar esos pasillos amarillentos, mal revocados. Bajar las escaleras y cruzar al otro cuerpo del edificio, y después al otro, y al siguiente (siempre hay bastantes más cuerpos que los que tendría que haber en realidad). El edificio es el mismo que es, pero infinitamente más grande, e incluso hay un par de negocios que nunca estuvieron ahí, y una desierta avenida nocturna que debo haber conocido en otra parte.
El
departamento casi no tiene muebles y yo estoy ahí esperando, no se sabe qué. O
me escondo de algo. Hay un colchón con unas mantas sucias, y ahí estoy yo, en
silencio. Los vecinos no me conocen. Me saludan pero no me conocen, porque
saben que ese departamento está desocupado. Una vez había un ascensor y quise
bajar en él pero se quedó atascado, y entonces llegué a la planta baja por la
escalera, como siempre.
A veces salgo a caminar por los pasillos y por los patios exteriores. En algún momento comprendo que me encuentro cerca del que hace unos años fue mi departamento, por esa zona los vecinos me conocen. Después me voy un par de cuadras para el lado del parque. Generalmente está nublado, pero al llegar al parque siempre es de noche.
A veces salgo a caminar por los pasillos y por los patios exteriores. En algún momento comprendo que me encuentro cerca del que hace unos años fue mi departamento, por esa zona los vecinos me conocen. Después me voy un par de cuadras para el lado del parque. Generalmente está nublado, pero al llegar al parque siempre es de noche.
Hay
también otros sitios en los que suelo estar. Como la casa en la que veraneaba
en la playa con mi familia, cuando era niño. La casa está en construcción y
siempre tengo que ayudar en algún trabajo, así que nunca llego a ver el mar. Otras veces estoy en una habitación anónima, que lo único que tiene es un placard
que de ninguna manera debo abrir. O en la quinta en la que mi abuelo plantaba
tomates y habas. En esos casos, siempre está presente mi abuelo, dándole de
comer a las gallinas. Precisamente, me han dicho que yo tengo que matar una
gallina ese día, pero tiemblo de solo pensarlo. Otro lugar que frecuento es la
terminal de una línea de colectivos, donde espero largamente que alguien me
explique qué recorrido debo hacer, en mi primer día de trabajo como chofer.
Está
claro que, cotidianamente, con la salida del sol, me veo obligado a abandonar
estos sitios y pasar al otro mundo, donde las actividades son casi siempre las
mismas: cepillarme los dientes, llevar los chicos a la escuela, desayunar
apurado, meterme en el subte repleto de gente para llegar a tiempo a la
oficina. Ese tipo de cosas. Lo peor siempre son las mañanas, porque tengo que sacudirme
de encima las voces y las sombras que se han venido conmigo. A lo largo del día,
también, es mi obligación alimentar mi cuerpo, mis ojos y mi piel para hacer posible el regreso
nocturno.