“En este pueblo nunca pasa nada”, dice
nuestra gente. Pero los sucesos de ayer en la calle Calderón parecen desmentirlo.
Como buen periodista, Carlos Demichelis se hizo presente a las once y dieciocho
de la mañana en el lugar de los hechos. Su jefe en “La Voz Intransigente” le había encomendado una crónica, pero lo
único que sabía era que un joven había muerto al caer desde la altura. Demichelis
miró a su alrededor, en busca de manchas de sangre, pero no vio nada. Sacó entonces
su libreta de apuntes y decidió, a priori, que el título tendría que ser: “Extraña
muerte en la vereda”. Tenía exactamente cuarenta y dos minutos para
enterarse de lo sucedido, entrevistar a testigos y curiosos, tomar algunas
notas, correr de nuevo a la redacción, escribir al menos una página y
alcanzársela a su jefe. Al mediodía todo habría terminado, y Demichelis podría regresar
al sopor dominguero de su departamento de soltero.
“En este pueblo nunca pasa nada, dice nuestra
gente. Pero anoche, en la calle Calderón, unos estudiantes aburridos organizaron
una fiesta con amigas (“chicas de la vida”, según los vecinos). Hubo música a todo volumen, gritos
y sustancias ilícitas. Todo terminó en una gresca de dimensiones y (en
circunstancias que se pretenden esclarecer) uno de ellos salió volando por la
ventana y terminó destrozado en la vereda.”
Demichelis no había
hablado con la Policía ni había visto el cadáver, pero la historia tenía ya los
ingredientes necesarios para ser un éxito, aunque faltara resolver ciertas
cuestiones menores. “¿Y la soga?”, habrá
pensado en ese momento. No quiso mirar hacia lo alto por miedo a arruinar la
crónica, pero notó algo así como un chasquido contra el muro, una sombra fugaz
(aunque bien pudo haber sido también un pájaro, una sábana, un cable de
teléfono).
—Ahí está la soga.
¿No la ven? —dijo una voz rasposa, como si le respondiera—. En este pueblo ya
no se puede vivir. ¿Ustedes son periodistas? ¡Digan la verdad entonces! —La voz
aguardentosa, desagradable, aportó una nueva versión de los hechos: un ladrón se
había descolgado desde la terraza, pero los muchachos del cuarto piso lo vieron
y se defendieron. (Demichelis apuntó la palabra “muchachos”).
—Uno cayó al piso, justo
acá —concluyó el hombre, tosió, escupió hacia un costado y desapareció del
lugar. Demichelis, un muchacho simple pero inteligente, debió haber comprendido
que las distintas versiones eran tal vez compatibles. Un ladrón que quiso robar
a unos estudiantes, que estaban de fiesta con unas loquitas. Sería así:
“Aprovechando la oscuridad de la noche un amigo de lo ajeno intentó
ingresar al edificio de la calle Calderón, según la modalidad conocida como de hombre araña…”. Luego continuaría
más o menos igual, pero agregando la lucha del joven en legítima defensa y su
caída trágica al vacío. Porque era absurdo pensar que el hombre araña era
quien había caído desde la altura. Era obvio que había sido el estudiante (borracho o drogado). El grupo
de vecinos se agitaba aportando detalles, rellenando los vacíos con
afirmaciones temerarias:
—A las seis y
media se escuchó como una explosión. —dijo uno— Y después: nada más.
¿Cómo que una
explosión? Ya era bastante con sogas, muchachas de la vida, hombres araña.
Demichelis miró el reloj, pero sabemos que mantuvo la calma. “Después de todo, (habrá pensado) si me sobra algo no lo uso y listo. El título está bien, “Extraña muerte en la
vereda”. Pongo lo de la fiesta, sugiero lo de las chicas. En vez de
“estudiante” mejor es “supuestamente estudiante”. Después algo sobre la
inseguridad en este pueblo que antes era muy tranquilo, los rumores sobre
ruidos, gritos, explosiones…”.
Está absolutamente
probado que, en ese instante fatal, Demichelis tomó una insensata decisión,
llevó al exceso su curiosidad, pretendió arrojar como un lastre la lógica
periodística y se dejó arrastrar por un impulso, un pálpito, una iluminación. Podemos
imaginarlo subiendo agitado por la escalera hasta el cuarto piso, golpeando la
puerta del departamento (algunas versiones afirman que la abrió de una patada),
ingresando para observar de cerca el lugar del hecho, conocer a los
protagonistas y por último llenar ciertos vacíos que, de cualquier modo, no
resultaban esenciales. ¿Qué importaba saber si había o no había chicas de vida
ligera, si los estudiantes estaban borrachos, si había rastros de pelea? Si de
verdad estaba la soga, Demichelis habrá intentado comprobar las posibilidades
del evento, tirando del nudo con energía, tal vez dejándose balancear por los
aires como un “hombre araña”. Y si no había ninguna soga, es evidente que
decidió inspeccionar los pestillos de las ventanas, asomarse al vacío, medir
distancias y verificar trayectorias.
Lo cierto es que, justo al mediodía, ya
cualquiera podía ver, horriblemente aplastado en la vereda, el cuerpo del
delito. El cuerpo ensangrentado, todavía caliente, de Carlos Demichelis, de 25
años, vecino de la localidad, domiciliado en la calle Calderón, estudiante de
periodismo. Los funcionarios policiales, en un alarde de eficiencia, acudieron
de inmediato, alertados por la explosión. Los médicos del Hospital dijeron que
nada podían hacer ellos por ese muchacho, porque estaba muerto. Ahora todos dicen
que era un buen chico, un vecino más.
Al cierre de esta
edición, solo quedan por esclarecer unos pocos datos menores, tales como
ciertas imprecisiones sobre los horarios en que los hechos habrían acontecido. Hoy,
a pesar del dolor que enluta a nuestra comunidad, asumimos nuestra sagrada
obligación periodística: “El Imparcial”,
como siempre, es el primer y único medio en informar la verdad que usted se
merece.
Por razones de decoro,
no se publica aquí la foto del cadáver.